Galiza-contra-la-LGTBIFOBIA

JUAN LABARROCA/No me gusta decir “te lo dije”, pero llevo diez años diciendo que esto iba a pasar. En 2005 se legaliza en España el matrimonio homosexual, que como debe ser toda legislación reflejaba una realidad social. La premura que le daba ser una promesa electoral pilló a la sociedad con el paso cambiado. No es que la gente no estuviera preparada, es que faltaba pedagogía para un bocado que podría resultar indigesto. Por lo tanto España optó por hacer lo que se le da mejor: improvisar. Gran parte del tejido social se dio al ejercicio de la corrección política y fuera cual fuera en realidad su opinión, por vergüenza y modernidad aprendió a decir “yo tengo muchos amigos gais”. Pero cuando uno es políticamente correcto por vergüenza y no por educación es simplemente un hipócrita. Y la hipocresía es de vuelo corto, llega un momento que se agota y aflora lo que uno realmente piensa.

Por otro lado el matrimonio igualitario hizo que gran parte del activismo LGTB+ tuviese la sensación de misión cumplida, se volvió laxo en la lucha, en la reivindicación y, lo peor, en la formación de las generaciones de jóvenes diversos que iban apareciendo. Es difícil encontrar hoy activistas adolescentes fuera de contextos de militancia política. En mi época, ya hace veinte años, la militancia política era secundaria, opcional e incluso se veía con cierto recelo dentro del colectivo. Hoy hay jóvenes LGTB+ que ignoran el trabajo hecho por Pedro Zerolo, Alfonso Llopart o Carla Antonelli (dentro de los muchos que podría citar). No saben quien fue Harvey Milk y ni les hables de leer los “Sonetos del amor oscuro” de Lorca o “Los placeres prohibidos” de Luis Cernuda. No saber de donde venimos nos obliga a no saber a donde vamos y lo que es aún peor, a no saber en donde estamos.

Como decía falta pedagogía, pero no sólo en la sociedad en general, sino también dentro del colectivo, lo que aumenta la laxitud del activismo y nos deja descolocados a los que no queremos, pero ya necesitamos relevo. Las agresiones físicas a personas LGTB+ ya no son esporádicas y clandestinas. Han dejado las calles secundarias y la nocturnidad. Ahora son a plena luz del día, en calles transitadas o en supermercados como la que sufrieron hace unos días Rober y Antonio en Compostela. El odio ha perdido la vergüenza y finalmente también ha salido del armario, por la falta de pedagogía, por la laxitud del activismo, por la polarización política y por la sensación de impunidad del agresor (sensación no exclusiva de las agresiones LGTBfóbicas, si no estrechamente relacionada con el terrorismo machista y asesino).

Yo no pido que se me acepte, no lo necesito, ni si quiera reclamo respeto a lo que yo haga en mi vida privada. Simplemente pido que si usted me odia, me ignore. Ambos viviremos felices. A cambio yo prometo si respetar su odio, su ignorancia, sus ganas de controlar mi vida y que sea usted imbécil.

Termino inspirándome en un prólogo de Capote: cuando a uno Dios le da un don también le entrega un látigo. Pero éste es únicamente para autoflagelarse (más o menos, que lo estoy citando de memoria). Es posible la felicidad de las personas de sexualidad diversa, pero esa felicidad ha de pasar por los peajes de la lucha, la reivindicación y la visibilidad. Debemos continuar, no estamos siquiera a medio camino, hemos retrocedido veinte años.

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