'Qué te cuentas?'

El riesgo de ser rojo, y homosexual, y demócrata…

ALFONSO GALINDO/ Leo en un diario local esta mañana un ‘artículo’ en el que un señor recuerda lo arriesgado que era ser seminarista en 1936 y hace referencia al fusilamiento de siete estudiantes de sacerdote durante la Guerra Civil española. Tras alabar la valentía de aquellos hombres, el autor de este escrito, que habla de la represión únicamente en uno de los bandos enfrentados, el republicano, concluye con un llamamiento al entendimiento para evitar que este tipo de hechos se repitan.

Quisiera, si me permiten, aclararle a este señor varias cosas; la primera sería que la Guerra Civil empieza con un Golpe de Estado contra un gobierno democrático,es decir, elegido en las urnas; la segunda aconsejarle la lectura de estudios históricos recientes en los que se documentan datos como el siguiente: el número de víctimas mortales en la retaguardia de los sublevados, los franquistas, puede cifrarse en 100.000 , un número que no incluye las ejecuciones posteriores a la guerra que, ya en 2002, sumaban 130.000.

Quizá fuese peligroso ser seminarista entonces, pero entre 1936 y 1975 lo era mucho más ser sindicalista, nacionalista, socialista, republicano, maestro, un colectivo  especialmente represaliado durante esos 39 años (alrededor del 25% de todos los miembros del mismo, unos 16.000) o, simplemente un ciudadano respetuoso con la legalidad que no hubiese ofrecido resistencia a la República. Si, así es, puesto que en febrero de 1939 Franco promulga la Ley de Responsabilidades Políticas, según la cual, no solo aquellos que habían colaborado con el gobierno legal de la República podían ser condenados, sino también quienes, supuestamente (ni probadamente) hubieran mostrado una “pasividad grave” ante ella.

Quisiera recordarle a este señor que, en toda España se crearon campos de concentración (como los de Castuera, Albatera o, el último de ellos, el de Miranda de Ebro, cerrado en 1947) donde los detenidos, sometidos a malos tratos y muertes arbitrarias, eran represaliados con saña, en  primer lugar por milicias falangistas que se presentaban en estos campos y se llevaban a aquellos a los que consideraban debían darles el ‘paseo’.

Por si alguien estaba pensando que estos acusados tenían derecho a juicios justos, habría que recordar que una de las primeras decisiones del gobierno franquista fue la reforma del sistema judicial ordenando que los tribunales estuviesen compuestos, principalmente, por militares, el defensor del acusado debía ser otro militar al que no se le pedía formación jurídica alguna y estaba a las órdenes del presidente del tribunal. Estos tribunales se encargaron de juzgar a aquellos que, como en un mundo al revés, eran acusados de promover o apoyar, sí están leyendo bien, la ‘insurrección’ republicana.

Como consta en miles de legajos, los juicios duraban escasos minutos y, en la mayoría de las ocasiones, se juzgaban a grupos de sesenta personas que, al arbitrio del tribunal, eran o no escuchadas y que, en la práctica totalidad de los casos, no podían aportar pruebas o testigos. Esto último, además de por las abrumadoras pruebas testificales y escritas, está documentado por la propia dictadura: en 1939, el número de detenidos esperando juicio superaba los 270.000.

Los mismos documentos, que son solo los que han podido ser examinados,  cifran en 31.342 los ejecutados, un número al que habría que sumar todas aquellas muertes que se produjeron en las cárceles como consecuencia de las pésimas condiciones en las que intentaban sobrevivir los presos, ejemplo de ello es la Modelo de Valencia, con capacidad para 528 personas y que en 1940 tenía 14.867 internos.

Lamento que en este escrito al que me refiero el autor no haya incluido que las últimas ejecuciones del franquismo se produjeron en 1975, por cierto desoyendo los ruegos del Papa Pablo VI, y, también, que al tiempo que condena, porque es condenable, que se fusile a alguien por ser seminarista, no haga lo mismo cuando los asesinados fueran socialistas, comunistas, maestros, sindicalistas, nacionalistas, galleguistas, catalanistas, demócratas, homosexuales o masones. Será que se le ha pasado, pero no a mi, y dejo clara aquí mi repulsa por el asesinato de curas, monjas, monárquicos, falangistas, acaudalados, aristócratas, católicos y cualquier persona, especialmente si no puede ser acusada más que de defender sus ideas.

 

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