'Qué te cuentas?'

Dignidad en la vida y en la muerte

JUAN MANUEL VIDAL, sociólogo y periodista

Decía el filósofo español José Luis López de Aranguren quetodos somos los novelistas de nuestra propia vida, pero yo particularmente veo en mi una vocación literaria -no pura, separadamente literaria- frustrada. Algo así como la incapacidad de hacer coincidir pensamiento y literatura, de conseguir verter aquél en esta, y dotas de forma y significación, no sólo a los que somos, sino a los que hemos soñado y quisiéramos ser”.

El maestro Aranguren continuaba diciendo que “para mi la culminación de la literatura fundiría en una obra filosofía y biografía, religiosidad y poesía. Y esa sería la obra en que consistimos. Pero detrás tendría que venir la interpretación, la exégesis del texto que somos más allá de él, lo que, de darse, se habría de dar después de nosotros mismos, caído ya el telón”. «Aranguren: la ética entre la religión y la política». Enrique Bonete. Tecnos, 1989.

Morir con dignidad debe ser el punto final y deseable de una vida digna. Vivir con dignidad, incluso en los momentos finales, solo es posible si mitigamos o eliminamos los sufrimientos. No debemos ignorar que la lucha contra el dolor es una batalla natural del ser humano en el cénit, pero también lo es al alcanzar su nadir. Parece impensable una estrategia seria, que pretenda afrontar los momentos finales de la vida, sin tener como eje vertebrador a quienes padecen dolor, a quienes han convivido casi profesionalmente con él, y no solo por el derecho de  autonomía.

Por eso, cabe pensar que los expertos en bioética, en cuidados paliativos, en dolor, así como las asociaciones de pacientes, habrán sido oportunamente consultados para la elaboración y diseño del proyecto de ley general, y no resultado de la extensión de una ley regional ya aprobada.

Una sociedad como la nuestra, cuenta con medios materiales para el alivio del dolor, pero aún persisten áreas de mejora, como son la dotación de instrumentos legales que posibiliten el ejercicio de la participación ciudadana y el ejercicio profesional sin inhibiciones y sin presiones ajenas al fin último del alivio del dolor para quienes ya no pueden sanar.

El desarrollo de una normativa con vocación de permanencia, requiere del necesario consenso y del sentir mayoritario que debe ser conocido por todas las sensibilidades y grupos de interés. Todos los agentes sociales deben ser llamados a consulta, sin precipitación, pero también sin dilación.

Más allá de un puro criterio de oportunidad política, se hace necesaria una regulación que permita que la muerte llegue sin sufrimiento, porque se puede minimizar cuando no evitar el dolor intrínseco.

La buena práctica clínica es respetuosa con la voluntad de las personas que fijan sus criterios sobre calidad de vida frente a cantidad; que optan por evitar el sufrimiento con bálsamo, láudano o sedación para esquivar una conciencia dolorosa.

Todos podemos aportar  los matices necesarios a las normas sobre los futuros actos de los que inevitablemente seremos protagonistas. Apostemos por la calidad  de vida, aunque dure menos, frente a duración corporal como un incordio postrado.

No debe permitirse una dependencia inconsciente o una semiconciencia sufriente y sin salida. No al final prolongado en recodos de falta de regulación. No estemos al albur de la buena intención profesional, sino bajo el amparo de un derecho subjetivo y por tanto exigible.

Una vida sin  la lucidez mental necesaria para relacionarse será difícilmente equiparable a una vida digna pero, si esa dependencia carece de apoyo, llegará a ser humillante y, por tanto, desear su final será un grito que retumbará en la conciencia cómplice de quienes callen.

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