JUAN MANUEL VIDAL, sociólogo y periodista

Según datos elaborados por geólogos y geofísicos, la edad del planeta Tierra ronda los 4.700 millones de años, mes arriba o mes abajo. La aparición de formas homínidas, concretamente el australopithecus, sólo se remonta a 4 millones de años. Desde entonces y hasta la fecha todo ha sido evolución , tanto del ser humano como de su entorno.

Hemos recibido de la tierra en mucha mayor medida de lo que hemos aportado como colectivo. Nos hemos dedicado a extraer de sus entrañas toda clase de recursos en pos de una vida más productiva. Y en verdad el crecimiento ha sido sostenible porque se aprendió que el expolio llegaba a perjudicar la propia subsistencia, convirtiendo al hombre en eterno nómada.

El sedentarismo dio origen a los asentamientos, a las formas grupales de convivencia casi siempre al rededor de los recursos naturales, sobre todo el agua. Luego fueron condicionantes de otra índole, como las encrucijadas de caminos, las tierras fértiles, las montañas cargadas de minerales, etc., la que condicionaron donde asentarse. Pero siempre respetando el entorno natural.

Es probable que si repasáramos los libros que estudiaban nuestros abuelos no halláramos vestigio alguno sobre el Medio Ambiente y mucho menos su protección por encontrarse éste en peligro, sencillamente porque eso nos haría retrotraernos apenas 70 u 80 años, cuando se mentaba la naturaleza en términos bucólicos y pastoriles, aunque asociados al retraso rural frente a la gran urbe. Ni siquiera el boom de la revolución industrial y la implantación de la máquina de vapor pudo hacer peligrar la conservación de aquel medio sustentador. Pero después de la 2ª Guerra Mundial, todo eso ha cambiado de manera exponencial.

Los vertidos de fluidos, la producción de deshechos sólidos, las emanaciones de gases, todos ellos tóxicos a la naturaleza van degradándola progresivamente desde hace sesenta años, cuando el mercado empezó a percatarse de que la producción no crecía al mismo ritmo que la demanda y había que acelerarla para satisfacer las necesidades mundiales.

A ese proceso lo llamaron globalización, pero olvidaron que todas las acciones desproporcionadas conllevan un riesgo: el cambio climático o efecto invernadero. Cuando el primer cosmonauta, Yuri Gagarin, volvió de su viaje alrededor de la tierra, los periodistas le inquirieron sobre lo que más le había llamado la atención de su viaje orbital y contestó: “Esa suave y fina piel que rodea a nuestro planeta y que vista desde el espacio, parece tan vulnerable”.

Los grandes productores de contaminación coinciden casualmente con los países más ricos del planeta, dispuestos a comprar su “cuota o cupo de contaminación” a los países no más limpios, sino menos productores de vertidos, como si esto fuera un cambio de cromos sin efectos colaterales. Y es que los primeros olvidan que vivir al día es una muestra de egoísmo hacia nuestros herederos.

Dice un viejo proverbio hindú que “la tierra no es un regalo de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos”, pero la celeridad con que vivimos nos ha hecho irreflexivos, nos ha convertido en contumaces usuarios irresponsables, ajenos a las repercusiones de nuestros actos, como si sólo importáramos las generaciones presentes y obviáramos lo que herederán nuestros sucesores.

No podemos, no debemos seguir degradando el planeta ni consentir que nuestros gobiernos lo hagan. Porque tan importantes somos por lo que somos, como por lo que hacemos. Si por nuestras obras nos conocerán, realmente no seremos dignos de recuerdo. Aún estamos a tiempo. Cuidemos entre todos el planeta, porque… si hay otros mundos… ¡están en éste!

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